Último sábado de vacaciones. Despierto tarde, algo aturdido por la falta de sueño y quizás un leve exceso de fiesta -todo lo excesiva que pudo ser sin salir del salón de mi piso-. Mis dos amigos aún duermen en casa. Dos amigos con postapocalíptico pedigrí, por supuesto: personas decorosamente aisladas del resto de la humanidad como yo, sin enfermedades de riesgo ni convivientes que las tengan. "Mi burbuja", como se ha hecho cotidiano decir. En cualquier momento hubiese estado encantado de que pernoctasen en mi casa, pero tampoco es que tuviesen alternativa. El toque de queda había quedado muy atrás cuando decidimos dormir.
Desayunamos juntos mientras rumiamos las noticias del día: un temporal monstruoso asola el país y cubre la capital de nieve, el reciente asalto al Capitolio de los Estados Unidos... Noticias levemente por encima de la línea base habitual. Las comentamos con el templado interés que merecen.
Uno tras otro, se marchan enfundandos en vestimentas igualmente válidas para recoger grafito en Chernobyl o lucir a la moda mientras compras el pan. Recojo la casa mientras escucho mensajes en los que otra amiga me cuenta sus novedades desde varios miles de kilómetros de distancia.
Suena el timbre. Abro y entra por la puerta una figura con máscara de pico, abrigo voluminoso y un carro de la compra andrajoso -mea culpa, eso-. "Hola, cariño".
Pedimos comida mexicana a un restaurante cercano a través de satélites orbitales, y prolongamos la sobremesa hasta pasadas las 19h mientras vemos una serie sobre romances cortesanos en la Inglaterra decimonónica.
Vuelvo a mi escritorio y preparo la consulta del próximo lunes en sesión remota con el hospital. Al acabar, mientras repaso notas y agendas, reparo en que tengo pendiente desde hace semanas escribir alguna cosilla en mi querido y perpetuamente abandonado Protocolo 7. Algo simple, decido. Costumbrista. Nada fuera de lo común.
Desayunamos juntos mientras rumiamos las noticias del día: un temporal monstruoso asola el país y cubre la capital de nieve, el reciente asalto al Capitolio de los Estados Unidos... Noticias levemente por encima de la línea base habitual. Las comentamos con el templado interés que merecen.
Uno tras otro, se marchan enfundandos en vestimentas igualmente válidas para recoger grafito en Chernobyl o lucir a la moda mientras compras el pan. Recojo la casa mientras escucho mensajes en los que otra amiga me cuenta sus novedades desde varios miles de kilómetros de distancia.
Suena el timbre. Abro y entra por la puerta una figura con máscara de pico, abrigo voluminoso y un carro de la compra andrajoso -mea culpa, eso-. "Hola, cariño".
Pedimos comida mexicana a un restaurante cercano a través de satélites orbitales, y prolongamos la sobremesa hasta pasadas las 19h mientras vemos una serie sobre romances cortesanos en la Inglaterra decimonónica.
Vuelvo a mi escritorio y preparo la consulta del próximo lunes en sesión remota con el hospital. Al acabar, mientras repaso notas y agendas, reparo en que tengo pendiente desde hace semanas escribir alguna cosilla en mi querido y perpetuamente abandonado Protocolo 7. Algo simple, decido. Costumbrista. Nada fuera de lo común.