De nuevo ha sucedido. Y me temo que volverá a suceder. Una vez más, no recuerdo cuándo fue la última vez que escribí en este blog que no merezco llamar mío.
Si sirve de algo, estoy en un momento psicológica y emocionalmente complejo. No es que suceda algo en concreto. Quizás ese es el problema. Tengo muchas cosas en la cabeza. Y ninguna, también.
Hoy escribo porque he decidido tomarme un tiempo que no debería - como es habitual - y emplearlo en algo de cierto provecho - he aquí la novedad-. Lo cierto es que me gustaría compartir reflexiones sobre muchas cosas e iniciar multitud de proyectos, pero siento que una vez más necesito tiempo para poner orden de puertas para dentro. Lo lograré, supongo. No sería la primera vez. Hasta entonces, no te sientas insultado por que vuelva, una vez más, a pedir perdón por haber estado ausente tanto tiempo.
Hay un tema - uno de tantos - que llevo algún tiempo queriendo discutir públicamente. Se trata del trillado asunto de Internet versus Propiedad Intelectual. Dudo que sea capaz de aportar nada espectacular y, además, no voy a esgrimir cifras ni datos concretos. Simplemente quería reflexionar en voz alta. Nada más.
Pese a mi habitual incapacidad para recordar situaciones, tengo aún imágenes en la cabeza de la primera vez que entré en una Biblioteca Pública, en mi ahora lejana ciudad natal. Tenía menos de diez años, y mi principal interés eran los libros de divulgación científica para niños (¿y lo bien que me lo pasaba planeando como meter un huevo en una botella?). De hecho, dentro de la sección infantil a la que me llevó mi Padre, fue la estantería ante la cual recuerdo haber pasado más tiempo.
Aquel mismo día, mis hermanos y yo nos hicimos tarjetas de socio. Cuando nos llegaron, poco después, descubrimos algo fascinante. Para aquellos que tenían dicha tarjeta, la Biblioteca disponía también de salas con auriculares para escuchar una enorme colección de discos, e incluso de televisores para disfrutar de innumerables películas antiguas y modernas (todavía hoy me sorprende, pero doy mi palabra de que esto es verdad). Incluso, el socio podía sacar películas o discos durante algunos días.
Viendo desde pequeño cosas de este tipo (alguna más había), crecí con la convicción de que el acceso a la cultura e incluso a determinados tipos de ocio (algunos de ellos, de corte cultural. Otros, no tanto) eran una de esas cosas que el tan mentado Estado de Bienestar proporciona a sus ciudadanos. Uno de esos preciadísimos bienes hacia cuya obtención trata de dirigirse una sociedad cuando supera la lucha por la subsistencia. Pensaba - quizás soy demasiado iluso - que después de garantizar alimentación, sanidad, educación e infraestructura básica, el siguiente objetivo que perseguía un Estado tal y como yo lo concebía era hacer a la gente más feliz. Así interpretaba las iniciativas para promover y facilitar públicamente el deporte, el ocio y, ante todo, la cultura.
Realmente, nunca disfruté de aquella biblioteca lo que tan magnífica oferta merece. Pronto me encontré viviendo en las afueras de la ciudad y con dificultades para organizarme. Además, siempre me ha gustado disfrutar de esas cosas en mi casa, y nunca me he fiado de mi puntualidad al devolver préstamos.
Pero sucede que, día tras día, esa tal Internet en el que mi Padre nos introdujo desde pequeños fue creciendo. Aunque cuando visité la biblioteca por vez primera Internet no ofrecía tantos recursos como para ser parte fundamental de la vida intelectual del adolescente que todavía no era, diez años después era así. Sin habérmelo planteado mucho, antes de cumplir la mayoría de edad utilizaba la Red de Redes como principal fuente de información y de ocio - e incluso tenía un fuerte papel en el establecimiento y mantenimiento de mis relaciones sociales, pero eso es otra historia -. Mucha gente escribía sobre cualquier tema imaginable, y bastaba con preguntar a Altavista para hallar retales útiles para cualquier investigación o trabajo. Pero todavía había algo por llegar.
En aquel momento, todavía no era capaz de encontrar información sistematizada del modo que se encuentra en un libro. De igual manera, la cultura y el ocio eran aún un esbozo en la Red. Eso cambió, en mi opinión, en el momento en que empezaron a aparecer programas y portales donde la gente podía compartir archivos.
Ese tipo de sitios llevan ya mucho tiempo funcionando. Si te das un paseo por la red, podrás encontrar íntegro casi cualquier libro, casi cualquier película, casi cualquier pieza musical. Puedes pasearte por el sitio que gente como la que hizo realidad la Biblioteca que visitaba de pequeño hubiese soñado construir. Creo sinceramente que eso es Internet. La más grande Biblioteca, en el sentido más amplio de la palabra, que jamás pudo imaginarse. Un sitio donde se te ofrece la posibilidad de acceder a todo el conocimiento y la creación humana. Simplemente, porque cuando nuestra especie consigue en algún sitio y momento - más por azar que por mérito - sacar la cabeza del agua en que se ahoga existencialmente, pretende seguir emergiendo. Porque pretende comprender más, conocer más y vivir mejor. Y porque si se organiza en sociedad es para hacer sus objetivos más sencillos.
Cuando planeé escribir este artículo, pensé que la analogía de Internet y una biblioteca explicaría bien por qué no considero inmoral la presencia de recursos sometidos a propiedad intelectual en la Red. Tardé unos segundos en recordar que, desde hace no mucho, la "moralidad" de las bibliotecas está en tela de juicio - en una de sus acepciones más habituales. Como sinónimo de "rentabilidad", quiero decir -. Se pretende que a las bibliotecas hay que hacerles pagar fuertes sumas por cometer ese acto atroz que representa el permitir que gente que no gasta dinero pueda disfrutar de sus recursos. Eso parece que "se piensa" ahora.
Soy consciente del argumento de que "la biblioteca no regala", sino que presta. Creo que es un matiz semántico. La biblioteca te ofrece un libro suficiente tiempo para que lo leas. Si luego quieres releerlo, te lo volverá a dejar tantas veces como desees (e igual hará con cualquier otro material del que disponga). Las únicas diferencias entre eso y que te regalase el material son la incomodidad para el usuario y la cantidad de usuarios que disfrutan del servicio a la vez. Respecto a la incomodidad, el partidario de la biblioteca sin duda se alegrará de que el acceso sea más fácil, ya que carece de sentido prestar un servicio pero pretender que sea de forma desagradable para que lo utilice menos gente. Respecto a la cantidad de usuarios simultáneos, mi argumento es similar al anterior. Si se dispusiese de suficiente dinero como para una biblioteca en que nunca hubiese que esperar a que un usuario previo devolviese el libro para poder sacarlo, ¿sería inmoral hacerla?
Pero parece que progresan las iniciativas destinadas a condenar, dificultar e incluso penalizar la libre difusión de contenidos por Internet. Y, atendiendo a la suerte sufrida por otros ex-logros de la humanidad, probablemente se acabe con esta maravilla; con el más grande templo erigido a la obra humana. Contemplad ahora la nueva Biblioteca de Alejandría. Si nada lo evita, pronto la veremos arder.
Blogger: Moreloth
Hoy escribo porque he decidido tomarme un tiempo que no debería - como es habitual - y emplearlo en algo de cierto provecho - he aquí la novedad-. Lo cierto es que me gustaría compartir reflexiones sobre muchas cosas e iniciar multitud de proyectos, pero siento que una vez más necesito tiempo para poner orden de puertas para dentro. Lo lograré, supongo. No sería la primera vez. Hasta entonces, no te sientas insultado por que vuelva, una vez más, a pedir perdón por haber estado ausente tanto tiempo.
Hay un tema - uno de tantos - que llevo algún tiempo queriendo discutir públicamente. Se trata del trillado asunto de Internet versus Propiedad Intelectual. Dudo que sea capaz de aportar nada espectacular y, además, no voy a esgrimir cifras ni datos concretos. Simplemente quería reflexionar en voz alta. Nada más.
Pese a mi habitual incapacidad para recordar situaciones, tengo aún imágenes en la cabeza de la primera vez que entré en una Biblioteca Pública, en mi ahora lejana ciudad natal. Tenía menos de diez años, y mi principal interés eran los libros de divulgación científica para niños (¿y lo bien que me lo pasaba planeando como meter un huevo en una botella?). De hecho, dentro de la sección infantil a la que me llevó mi Padre, fue la estantería ante la cual recuerdo haber pasado más tiempo.
Aquel mismo día, mis hermanos y yo nos hicimos tarjetas de socio. Cuando nos llegaron, poco después, descubrimos algo fascinante. Para aquellos que tenían dicha tarjeta, la Biblioteca disponía también de salas con auriculares para escuchar una enorme colección de discos, e incluso de televisores para disfrutar de innumerables películas antiguas y modernas (todavía hoy me sorprende, pero doy mi palabra de que esto es verdad). Incluso, el socio podía sacar películas o discos durante algunos días.
Viendo desde pequeño cosas de este tipo (alguna más había), crecí con la convicción de que el acceso a la cultura e incluso a determinados tipos de ocio (algunos de ellos, de corte cultural. Otros, no tanto) eran una de esas cosas que el tan mentado Estado de Bienestar proporciona a sus ciudadanos. Uno de esos preciadísimos bienes hacia cuya obtención trata de dirigirse una sociedad cuando supera la lucha por la subsistencia. Pensaba - quizás soy demasiado iluso - que después de garantizar alimentación, sanidad, educación e infraestructura básica, el siguiente objetivo que perseguía un Estado tal y como yo lo concebía era hacer a la gente más feliz. Así interpretaba las iniciativas para promover y facilitar públicamente el deporte, el ocio y, ante todo, la cultura.
Realmente, nunca disfruté de aquella biblioteca lo que tan magnífica oferta merece. Pronto me encontré viviendo en las afueras de la ciudad y con dificultades para organizarme. Además, siempre me ha gustado disfrutar de esas cosas en mi casa, y nunca me he fiado de mi puntualidad al devolver préstamos.
Pero sucede que, día tras día, esa tal Internet en el que mi Padre nos introdujo desde pequeños fue creciendo. Aunque cuando visité la biblioteca por vez primera Internet no ofrecía tantos recursos como para ser parte fundamental de la vida intelectual del adolescente que todavía no era, diez años después era así. Sin habérmelo planteado mucho, antes de cumplir la mayoría de edad utilizaba la Red de Redes como principal fuente de información y de ocio - e incluso tenía un fuerte papel en el establecimiento y mantenimiento de mis relaciones sociales, pero eso es otra historia -. Mucha gente escribía sobre cualquier tema imaginable, y bastaba con preguntar a Altavista para hallar retales útiles para cualquier investigación o trabajo. Pero todavía había algo por llegar.
En aquel momento, todavía no era capaz de encontrar información sistematizada del modo que se encuentra en un libro. De igual manera, la cultura y el ocio eran aún un esbozo en la Red. Eso cambió, en mi opinión, en el momento en que empezaron a aparecer programas y portales donde la gente podía compartir archivos.
Ese tipo de sitios llevan ya mucho tiempo funcionando. Si te das un paseo por la red, podrás encontrar íntegro casi cualquier libro, casi cualquier película, casi cualquier pieza musical. Puedes pasearte por el sitio que gente como la que hizo realidad la Biblioteca que visitaba de pequeño hubiese soñado construir. Creo sinceramente que eso es Internet. La más grande Biblioteca, en el sentido más amplio de la palabra, que jamás pudo imaginarse. Un sitio donde se te ofrece la posibilidad de acceder a todo el conocimiento y la creación humana. Simplemente, porque cuando nuestra especie consigue en algún sitio y momento - más por azar que por mérito - sacar la cabeza del agua en que se ahoga existencialmente, pretende seguir emergiendo. Porque pretende comprender más, conocer más y vivir mejor. Y porque si se organiza en sociedad es para hacer sus objetivos más sencillos.
Cuando planeé escribir este artículo, pensé que la analogía de Internet y una biblioteca explicaría bien por qué no considero inmoral la presencia de recursos sometidos a propiedad intelectual en la Red. Tardé unos segundos en recordar que, desde hace no mucho, la "moralidad" de las bibliotecas está en tela de juicio - en una de sus acepciones más habituales. Como sinónimo de "rentabilidad", quiero decir -. Se pretende que a las bibliotecas hay que hacerles pagar fuertes sumas por cometer ese acto atroz que representa el permitir que gente que no gasta dinero pueda disfrutar de sus recursos. Eso parece que "se piensa" ahora.
Soy consciente del argumento de que "la biblioteca no regala", sino que presta. Creo que es un matiz semántico. La biblioteca te ofrece un libro suficiente tiempo para que lo leas. Si luego quieres releerlo, te lo volverá a dejar tantas veces como desees (e igual hará con cualquier otro material del que disponga). Las únicas diferencias entre eso y que te regalase el material son la incomodidad para el usuario y la cantidad de usuarios que disfrutan del servicio a la vez. Respecto a la incomodidad, el partidario de la biblioteca sin duda se alegrará de que el acceso sea más fácil, ya que carece de sentido prestar un servicio pero pretender que sea de forma desagradable para que lo utilice menos gente. Respecto a la cantidad de usuarios simultáneos, mi argumento es similar al anterior. Si se dispusiese de suficiente dinero como para una biblioteca en que nunca hubiese que esperar a que un usuario previo devolviese el libro para poder sacarlo, ¿sería inmoral hacerla?
Pero parece que progresan las iniciativas destinadas a condenar, dificultar e incluso penalizar la libre difusión de contenidos por Internet. Y, atendiendo a la suerte sufrida por otros ex-logros de la humanidad, probablemente se acabe con esta maravilla; con el más grande templo erigido a la obra humana. Contemplad ahora la nueva Biblioteca de Alejandría. Si nada lo evita, pronto la veremos arder.