Departamento de Cultura y Medios de comunicación, Generalitat de Catalunya
Lisboa, Madrid, París, Londres, Roma, Nápoles, Berlín, Atenas, etc. Todas estas ciudades tienen en común el hecho de ser –o haber sido – importantes centros culturales y políticos, referentes dentro de sus respectivos ámbitos nacionales, y a menudo de un alcance que ultrapasa limpiamente estos límites. También tienen en común el hecho de tener, todas ellas, al menos un museo de arqueología, de orígenes y características muy diferentes, es cierto, pero museos de arqueología al fin y al cabo. No tenemos noticia que ninguna de estas ciudades –o las administraciones estatales de quienes dependen los museos – haya decidido prescindir de ellos; tampoco que ninguno de estos museos haya sufrido un estado de abandono permanente durante años.
Barcelona también es una gran ciudad, centro cultural (todavía) importante y sede de un poder político nacional muy limitado, pero con competencias exclusivas en el ámbito de la cultura. Barcelona también tiene (todavía) un museo de arqueología. Modesto, es cierto, si se lo compara con los de las capitales que hemos mencionado, pero que no se puede menospreciar, ni por la importancia de sus colecciones, ni por las infraestructuras de búsqueda de qué dispone –empezando por su biblioteca –, ni por el hecho de ser una institución con setenta y cinco años de historia, que ha tenido un papel central en la formación de varias generaciones de profesionales de la arqueología, entre los cuales figuras tan prominentes como Joan Maluquer de Motes, Miquel Tarradell, Pere de Palol, Antoni Arribas o Eduard Ripoll, por citar sólo algunos. También en este sentido el museo de Barcelona se puede equiparar con los de las ciudades mencionadas. Aquí, pero, se acaban los parecidos, porque el nuestro sí que ha sufrido durante muchos años un estado de abandono. Y porque, por lo visto, los responsables de la institución creen que ha llegado el momento de prescindir de él.
Los fundadores del Museu d’Arqueologia de Barcelona –con Bosch-Gimpera al frente– eran bien conscientes de que una ciudad y un país culturalmente potentes debían contar con un museo de arqueología capaz de cumplir las funciones formativas –en el sentido más amplio – y de búsqueda propias de estas instituciones. Con su creación, Barcelona y Catalunya se acercaban al modelo europeo que hemos evocado; con su desaparición, inevitablemente, nos alejamos. El sueño noucentista (y vanguardista) de un país normal, con un proyecto cultural equiparable al de la Europa culturalmente desarrollada, se sustituye por la pesadilla de la provincianización: un sistema de museos de segunda división para una ciudad y un país de segunda división.
Es cierto que el Museu Nacional d’Arqueologia de Catalunya está en una situación difícil, producto de la incuria de las administraciones, de la carencia de continuidad de la dirección (¿qué institución puede resistir siete cambios de director en doce años?) y de la ausencia de un proyecto museográfico bien definido y, especialmente, pactado entre los responsables de cultura de los diferentes partidos políticos, de forma que los cambios de gobierno no supongan cambios en la dirección del museo o, como mínimo, en los objetivos y estrategias. Evidentemente, el museo del siglo XXI no puede ser el museo de Bosch-Gimpera: hace falta una redefinición y remodelación a fondo (y de ejemplos, por cierto, no carecen, y dentro del mismo país, por ejemplo en Alicante). Pero nada de esto no equivale a la pura y simple disolución del Museo de Arqueología dentro de un museo de Ciencias Sociales. El cambio es necesario –que no se hable, pues de resistencia “al cambio”–, pero la dirección que se ha tomado para llevarlo a término es, al parecer de los abajo firmantes, equivocada. ¿Qué tiene de malo el modelo de las grandes ciudades europeas, incluyendo la capital de el estado español, que ahora precisamente lleva a cabo la renovación de su museo arqueológico y nacional?
Haría falta explicar bien porque no lo podemos seguir antes de emprender un camino incierto e inevitablemente traumático por las roturas que supone. Haría falta explicar también qué sentido tiene haber invertido durante estos últimos años unos recursos importantes –aun cuando fueran insuficientes – en remodelaciones y proyectos arquitectónicos para el MAC, inversiones que, por otro lado, habrán de continuar necesariamente durante años mientras no se construya el nuevo edificio.
Es posible que existan otras formas –como la propuesta por la Consejería de Cultura – de organizar el patrimonio museográfico de un país, y pueden ser eficientes, pero no necesariamente mejores que la que ya tenemos. Y lo que, en todo caso, es inaceptable es que se propongan como modelos a seguir museos como los de Lyon, Quebec, Escocia o Berlin. Cualquier persona mínimamente informada sobre el tema sabe que el primero todavía no se ha hecho, y que cuando se haga no supondrá la desaparición del museo de arqueología, como tampoco lo supuso la creación del Museo de las Civilizaciones quebequès. La reordenación de los museos de Berlin no ha representado tampoco el cierre de ninguno de los museos de arqueología de la ciudad. El gran museo nacional de Escocia, que ha de incluir en un solo complejo el arte, las ciencias naturales, la arqueología, la etnología y la historia del país, es también un proyecto en vías de ejecución. En ninguna parte no hay, por lo tanto, verdaderos paralelos al museo de sociedad que se plantea.
Añadamos todavía las incoherencias y las incógnitas del mismo proyecto. ¿Por qué razón un museo que, según se ha dicho, busca un discurso global sobre el desarrollo de la sociedad en Catalunya no debería contar con los materiales del MNAC (Museu Nacional d’Art de Catalunya) o el mNACTEC (Museu Nacional de la Ciencia i la Tècnica de Catalunya), que constituyen algunos de los exponentes más brillantes? Digámoslo de otra manera: ¿por qué razón debe fagocitar el MAC, y no el MNAC o el mNACTEC, cuando los fondos de los tres museos son igualmente importantes para el objetivo que se dice que se pretende lograr? O, todavía de otra: ¿qué interés hay en hacer desaparecer el MAC? ¿Y cual es la naturaleza d’este interés?
Y, con respecto a las incógnitas, se nos presenta, de un lado, un proyecto de Museo sin ningún plan de viabilidad, ni financiación, ni localización ni desarrollo museístico. Un proyecto totalmente vacío de contenido, y que parece hecho sólo para hacer volar palomas. Y, por otra parte, ¿cual será el destino de las diferentes sedes del MAC? ¿Será el año del centenario de las excavaciones en Empúries el momento de un cambio de rumbo de consecuencias imprevisibles para esta sede?
El Museo de Arqueología de Catalunya puede ser -debe ser – una institución potente, que trabaje en red con y en todo el territorio, y que apoye a la arqueología del país, tanto en la búsqueda como en la conservación y la difusión del patrimonio al gran público, con los medios más actuales. Tan sólo necesita una pizca de inversión, más recursos, entusiasmo y, muy particularmente, un proyecto claro, tan consensuado como sea posible –creemos que las Universidades, el IEC, el ICAC, las diferentes asociaciones profesionales tienen algo a decir–, que esté al margen de los avatares de cambios de gobierno (que en este país, y debe de ser uno de los pocos lugares del primer mundo, parece que comportan casi automáticamente cambios de dirección de instituciones como el MAC) y que recoja, mejorándola y ampliándola, la herencia intelectual dejada, precisamente, por el gran proyecto noucentista, interrumpido, pero no liquidado, por la dictadura franquista.